SATUCO

Alberto Ostria Gutierrez

1,2,3,4,5. Al centro, un punto negro:

Gervasio Ramírez contempla el tablero blanco, donde se suceden varias circunstancias.  De cerca, en verdad, resulta inmenso y apenas pueden levantarlo dos hombres; pero de lejos es otra cosa: los números desaparecen, se borran las circunferencias y solo se ve una mancha blanca, que inclusive parece temblar cuando el ojo del tirador trata de captarla para la estrecha raya de la mira.

Después de contemplar el tablero blanco, extendiendo la mirada en derredor Gervasio Ramírez se siente lleno de satisfacción.  Al fin - piensa -, al fin: poseer una linda quinta, dejar de trabajar, ser alguien.  La guerra del Chaco mientras traía para los demás dolor y miseria, le ha dado a él todo eso, como por milagro, en un par de años.  ¿el secreto? Negocios de la retaguardia: complicidad de los funcionarios y hambre de los regimientos.

Adquirida ya la fortuna, a Gervasio Ramírez no le ha sido difícil formar parte de la Junta de Notables del pueblo, y, automáticamente, ha visto multiplicarse el número de sus amigos.

Matarife o revendedor de ganado en otro tiempo, ha puesto una cruz sobre el pasado.  Ahora para él, solo existe el presente.  Y le molesta cualquier alusión a otra época.  Al dirigirse a los que antes servía, no usa ya el tratamiento de señor.  Lo ha sustituido por el de don Felipe, don Pedro, todos los personajes de pueblo son ahora sus compañeros en la Junta de Notables.

Ancho, sudoroso siempre, con una sonrisa fácil que suaviza la vastedad de sus facciones mestizas, Gervasio Ramírez disfruta de la vida, de "su vida".  No es un "amarrete", como él dice, sino "un hombre que hace bailar la plata y que sabe tratar bien a la gente", A ese fin, todos los domingos reúne en su quita a numerosos amigos para pasar "un día de campo".

Después del almuerzo, Gervasio Ramírez no perdona el tiro al blanco.  Esa es su pasión favorita.  Aprendió a manejar el Mauser en el cuartel, cuando hiso su servicio militar, y no ha cesado de practicar ese deporte.  Tiene varias colecciones de fusiles, robados en su mayor parte a los Arsenales del Ejercito, y sabe utilizarlos con pericia excepcional.  Además, posee escopetas, revólveres, pistolas de las más diversas marcas y tamaños.

Al enseñar esas armas a sus amigos, Gervasio Ramírez dice con orgullo.

-Con esto me río yo de la falta de distracciones en el pueblo.  No hay disparo que no me dé placer.  Si no tiro al blanco, mato pajaritos, o gallinas, o reviento los duraznos en los árboles.  Las balas me enloquecen...

(Al oír aquello, sus amigos piensan: "Por eso, sin duda, huyó del Frente, en la guerra").

Ese domingo también, Gervasio Ramírez ha madrugado para preparar el "día de campo".  En un rincón de la huerta, varias indias cocinan en grandes ollas.  Los cantaros de chicha están en su sitio.  Las botellas de aguardiente se alinean en el corredor, y cada una de ellas lleva una etiqueta blanca donde se lee: "Singani de pura uva".

Gervasio Ramírez vuelve a contemplar el tablero blanco antes de mandarlo a su lugar.  Todo está en orden.  En la madera no se ve huella alguna.  La "Fama", al centro, parece mirarle como un ojo amigo.

"Hoy voy a ganar mucha plata", se dice así mismo, frotándose las manos y recordando las apuestas que gana a sus amigos, con precisión matemática, todos los domingos.

Los amigos de Gervasio Ramírez comienzan a llegar por grupos: unos, en automóviles e en camiones; otros, los más, a pie.

El patio, los corredores se van llenando de gente.  Hace un día de sol, clarísimo, radiante.  Desde la casa se domina los alfalfares de la huerta, que lucen a trechos las manchas moradas de sus flores.  Al borde, los parrales trepados a los molles dejan colgar grandes racimos de uvas negras, verdes, encarnadas.

En un sitio especial, a la sombra de unos árboles coposos, rociada cuidadosamente la tierra, se inicia el de juego de la taba, juntamente con los primeros "coktails". Apuestas. Billetes sucios que van de mano en mano.  Interjecciones.  Chistes groseros.

Al mediodía se inicia una verdadera comilona.  Es cosa de nunca acabar: ajíes de diversas clases y colores, conejos fritos, carne asada, patatas cocidas, choclos, frutas.  Todo eso bien acompañado de chicha y aguardiente.

-Es una pena no tener siete estómagos, como el camello-, -dice don Joaquín-, el presidente de la Junta de Notables, mientras se contempla el vientre hinchado de tanto comer.

Los demás aplauden la ocurrencia y se miran también los vientres llenos.

Continúa brillando el sol. Hace calor.  Alguien, concluido el almuerzo, propone ir a la huerta; pero Gervasio Ramírez protesta y se opone:

-¡Nó!- dice con energía-.  Primero al tiro al blanco.

En una grieta de la montaña, que cierra el horizonte frente a la huerta, ha sido colocado el blanco y se lo distingue muy bien, pues la montaña es rojiza, árida, desierta, sin un arbusto siquiera que pueda distraerla mirada.

Comienza los disparos y se suceden las apuestas.

Gervasio Ramírez, deliberadamente, se reserva para el el final.  Entretanto, hace los honores a sus convidados.  De rato en rato, choca su copa con la de alguno de ellos, y dice:

-Tome, amigo.  Lo que no mata engorda...

Y ríe con unas carcajadas sonoras, que hacen temblar sus mandíbulas y sacudirse su cuerpo.

Continúa el tiro al blanco.  Hay varios fusiles Mauser, todos con el escudo nacional.  Se suceden los tiradores, por riguroso turno.  Van sumándose los puntos.  Crecen las apuestas.

Después de cada disparo se oyen aplausos, maldiciones o risas.  Cerca del blanco, en la grieta de la montaña, ocultos tras una roca, dos indios hacen señales con unas banderitas.

Gervasio Ramírez no está de suerte.  Ha disparado ya varios tiros, todos fuera del blanco.  Jura y perjura como un matarife, olvidándose de que ahora es "don" Gervasio.  Además, va perdiendo todas las apuestas y eso lo pone fuera de sí: por su orgullo y por el dinero.

Avanza la tarde lentamente.  La montaña, la casa, los árboles comienzan a proyectar sus sombras, cada vez más largas. Hay en el ambiente una gran serenidad, que sólo interrumpen los disparos de fusil, cuyo eco devuelve instantáneamente la montaña.

-Venga más trago-, dice de tiempo en tiempo Gervasio Ramírez, que se siente cada vez más nervioso.

Y las copas de aguardiente se suceden sin cesar.

A la hora del churrasco, que ha sido preparado en la huerta, concluye el tiro al blanco, entre maldiciones de Gervasio Ramírez, quien ha perdido casi todas sus apuestas, sin resignarse a la derrota.

No crean que soy un maula-, -exclama, dirigiéndose a sus amigos-.  Ya les probaré que donde pongo el ojo pongo la bala.

Y habla sin disimulada contrariedad, más bien con una ira sorda que relampaguea en sus ojos encendidos por el alcohol.

De pronto, en la cumbre de la montaña, muy lejos, casi imperceptible, se mueve un pequeño bulto, que los ojos de Gervasio Ramírez alcanzan a descubrir.  Poco a poco, los otros lo ven también.  Pero nadie se pone de acuerdo:

-Es un gato, dice uno-.

-No, es una vizcacha, dice otro-.

-¡Báh Es una cabra, y de color blanco, afirma un tercero-.

La discusión no dura cinco minutos. Gervasio Ramírez manda traer un fusil y mira a todos con aire desafiante.

-Vamos a salir de dudas, -dice-.  Además. así voy a probarles que no soy un maula.

-¡Cuidado!- interrumpe don Joaquín, cegatón, mientras limpia sus anteojos, gruesos como prismas.

Todos le ríen en las narices.  Y Gervasio Ramírez interpreta el pensamiento general:

-¡No hay cuidado..., gallina!

En seguida, apunta con el fusil detenidamente, cuidadosamente, y aprieta el gatillo.  Tras la detonación se ve que el pequeño bulto -gato, vizcacha o cabra- ha sido alcanzado por la bala, que se desploma y rueda unos metros.

Gervasio Ramírez, alegre, sonriente, recibe las felicitaciones de sus amigos.  Y todos siguen comiendo y bebiendo.

Pronto comienza a anochecer.

-II-

En la loma no ha habido cosecha aquel año.  Se ha perdido hasta la semilla.  El pasto no ha alcanzado siquiera a brotar.  Todo está seco, gris, polvoriento.

Mamá Isidora, viejecita, medio tullida, recostada casi siempre sobre sus cueros de oveja, no olvida que, a fuerza de vivir, ha visto muchas cosas, antes y después de enfermar.  Sin embargo, no recuerda haber visto tantas calamidades juntas como este año.  Viruela, desnudez, hambre, todo al mismo tiempo.  Han muerto ya sus dos bueyes, después de enflaquecer hasta llevar la piel pegada a los huesos.  El perro cabrero, lanudo, huraño, hecho a todas las privaciones, no ha podido resistir tampoco y ha aparecido una mañana tendido en el corral, con la barriga hinchada y los ojos vidriosos.  Hasta los pájaros han emigrado. Además, en su rancho, como en los demás ranchos, los niños han muerto unos tras otros.  De tres nietos, apenas le queda a ella uno: Satuco.  Por último, su hijo y su nuera han tenido que ir a buscar trabajo o a pedir limosna al pueblo.

Satuco tiene solo seis años, pero como se ha criado con las cabras, sabe cuidar de éstas, y en ese sentido es una gran ayuda para su abuela.

Lo malo es que las cabras se van acabando también.  Sólo quedan ocho o diez, que se defienden del hambre royendo las cortezas de los algarrobos y mascando los cactos.

Satuco viste una camisa hecha harapos, que llega casi hasta los pies.  Nada más. En su cara pálida, dos ojos grandes, negros, miran con tristeza.

Como con el poco maíz que le da su abuela no alcanza a saciar su hambre, Satuco come raíces, masca pedazos de cactos al igual que las cabras, y por último, come tierra.  Su vientre crece, se hincha, a medida que sus piernas y sus brazos enflaquecen.

Para mamá Isidora, Satuco es ahora una verdadera providencia, porque no sólo le ayuda a cuidar las cabras, sino que le trae el agua y la leña, y a veces consigue robar para ella un poco de coca en los otros ranchos.

Aquel día, Satuco se deja llevar por las cabras -en vez de ser él quien las conduzca- hasta lo más alto del cerro.  Va muy apenas, gateando entre los desfiladeros, prendiéndose como un mono a las yaretas y a las rocas.  En la cumbre, se detiene jadeante.  Es la primera vez que llegado hasta allí.  Mira al mismo tiempo con asombro y con miedo.  Al fondo, en la falda de la montaña, se extiende una sucesión de huertas que él no conocía y cuyo verdor llama su atención, pues al otro lado, donde se levanta su rancho, todo es amarillo, árido.  Se acurruca entonces, como para prenderse a la tierra y no ser arrastrando al abismo.  Y cierra los ojos.

Sin embargo, pronto descubre Satuco unas piedrecillas de colores y se pone a jugar.  Construye un corralito, un rancho, un caminito largo.  Se empeña en imitar lo que ve diariamente, todo lo poco que conoce.

Las cabras, entre tanto, prosiguen su ansiosa búsqueda de paja y, adivinando la próxima caída del sol, comienzan a descender en dirección al rancho.

Al verlas alejarse, Satuco cesa de jugar.  Tiene hambre y tiene sueño.  Se siente invadido por una modorra extraña.  Desearía quedarse allí, no moverse más.  Pero como las cabras continúan el descenso, hace un esfuerzo y se pone en pie.  Mira el camino a recorrer... ¡Qué lejos está el rancho!  Espera todavía un instante, sólo un instante.

En ese instante de hesitación, que dura apenas un segundo, se oye un disparo lejano, en el fondo del valle, y Satuco cae repentinamente, rueda unos metros y se detiene al borde del precipicio, en la saliente de una roca.  Después siente un extraño adormecimiento en una de sus piernas y palpa la sangre tibia que corre mojando la tierra.  Desesperado, grita entonces a su abuela:

-¡Mamá Isidora, mamá Isidora!

A su vez, en el rancho, como las cabras llegan solas y ha comenzado a anochecer, mamá Isidora llama a su nieto, angustiosamente:

-¡Satuco, Satuco!



- o -

ALBERTO OSTRIA GUTIERREZ

(1897 - 1967)

Escritor y diplomático.  Abogado y periodista, desempeño funciones en estas últimas actividades.

Ha regentado la cátedra de Derecho internacional en la Universidad Mayor de San Andrés.

Tiene publicadas varias obras: "Una Obra y un Destino", referida a la política internacional boliviana de postguerra, "Una revolución tras los Andes" y "Un pueblo en la Cruz".

Sus trabajos más importantes corresponden al género narrativo que explota reiterada temática costumbrista con estilo de atractiva sobriedad.

Escribió un libro de cuentos titulado "El traje de Arlequín", en colaboración con Adolfo Costa Du Rels.  Prologada por Alfonso Reyes, ha sido publicada su obra narrativa "Rosario de Leyendas".

"Satuco" es un buen cuento elaborado con ponderable técnica narrativa que permite mantener en acción, equilibrado desarrollo que impide prematura quiebra de la intriga.



Comentarios